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TOLKIEN: El verdadero nombre del juego

por Juan Ignacio Iturria

 
Hace mucho, mucho tiempo -cuando las gárgolas usaban polainas y los magos deshollinaban dragones por amor- uno de los bardos más sabios murió y resucitó varias veces, hasta convertirse en un profesor universitario capaz de diseñar la más grande Europa perdida a partir de una frase escrita al azar (“En un agujero vivía un hobbit”). El archimago del que hablamos se llamaba John Ronald Reuel Tolkien y su mundo perdido de elfos y magos, hobbits y trasgos, empezó a gestarse tras las cicatrices de guerra sufridas en la absurda Primera Guerra Mundial. Una Europa echa jirones de carne y sangre, en algún momento debió librar una batalla consigo misma en un pasado que los libros de historia no se atrevían a confesar. Por eso, el mil veces hechicero Tolkien dejó la espada por la pluma. En una tierra envenenada por el gas de cloro, hacían falta juglares en las universidades.
       La tierra media, los hobbits como protoperfiles de la clase media que vive inmersa en la tranquila y estéril inocencia de la infancia social, un señor oscuro en Mordor que muchos reconocieron como el retrato sublimado de Adolfo Hitler. Toda metáfora es dúctil y brillante en el druida Tolkien. Sin embargo, todo aquello puede parecer pueril cuando descubrimos el sortilegio mayor en cualquiera de sus libros: el retorno al único reino élfico que todos amamos sin excepción: el jardín de nuestra propia infancia.
       ¿Cómo no entenderlo así, viniendo todo este mundo maravilloso de parte de un hombre que postulaba la fantasía como una necesidad de todo ser humano? Y tú bien lo sabes, maestro Tolkien. Los hobbits tienen estaturas y aspecto de niños remolones. Pero nadie lo supera con una espada en mano. Arañas gigantes y jinetes de la oscuridad no pueden nada contra unos comediantes desaliñados. Y los trolls hambrientos caen diezmados ante una chanza que es más mortífera que las hachas de hueso. El niño que hay en todos nosotros cree todavía que una varita mágica abre castillos y derriba dictaduras, y solamente el mago Tolkien redactó como nadie los grimorios que devuelve a nuestra espada de madera y cartón plateado las joyas que perdimos al casarnos con la realidad y hacernos falsamente adultos.
       ¿Cómo se salva Bilbo de ser devorado con Gollum? Echando mano de un juego de adivinanzas. ¿De qué manera sortean los componentes de la compañía Las puertas de Moria? Descifrando un juego de palabras. Es decir, la mayor magia la realizan las hadas cuando dibujan un grafitti en una pared que les permita viajar al reino de Arcadia. Y quien deja caer plumas sobre su cabeza para poder volar, no está sino emprendiendo la mayor aventura de todas: partir en búsqueda de la niñez, aquel maravilloso bazar donde todas las respuestas estaban en cualquiera de los escaparates. Y Frodo Bolsón lo sabía muy bien cuando se supo portador del anillo único.
       Todos los banquetes del mundo no bastarían para celebrar tu descubrimiento, maestro Tolkien: la verdadera calamidad no está en dejar de jugar, sino en olvidar que el hombre no juega, es el peor holgazán de todos; un holgazán del espíritu. Y, como antídoto, nada mejor que recordar su más alta lección: el héroe que vence al monstruo no es el que lo golpea más fuerte, sino aquel que juega mejor que la bestia.
 
* hobbit: gente más pequeña que los enanos.


John Ronald Reuel Tolkien, nació el 3 de enero de 1892 en Sudáfrica y murió el 2 de septiembre de 1973. Fue profesor de anglosajón, de literatura y lenguas inglesas en la Universidad de Oxford. Su obra inspiraría a otro maestro del género maravilloso como fue C. S. Lewis.
Destacamos entre su obra: El hobbit (1937); Egidio, el granjero de Ham (1949); El señor de los anillos (1954/55); Las aventuras de Tom Bombadil (1962); Árbol y hoja (1965); El herrero de Wooton Mayor (1967); y El Silmarillion (1977).

* Publicado en Revista Rayentru Nº20 - verano de 2001

 
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