Es todo un tópico en el estudio de la estética, así como en el estudio de la plástica, la música y la literatura, referirse a los vínculos existentes entre estas artes a lo largo de su trayectoria. Particularmente, música y literatura, tomada ésta en el amplio sentido que incluye lo lírico, lo dramático y lo narrativo, se presentan en la cultura occidental intercambiando de algún modo sus propuestas, no sólo por que ambas, substancial y primigeniamente, están referidas a un elemento común: el sonido, sino también porque ellas se han prestado para una recíproca colaboración, y, por último, porque sus respectivos universos han servido de estímulo creativo.
Refiriéndonos, en primer lugar, al material sonoro con que ambas trabajan, es evidente que en lo musical -por lo menos en la tradición que parte de Pitágoras hasta ya entrando el siglo veinte- los elementos básicos están definidos por una melódica, una rítmica y una timbrística de relaciones matemático-acústicas precisas, diferentes del caso de la literatura, donde estos aspectos se presentan mucho más fluctuantes e indefinidos. por ejemplo, la “melodía” de una frase hablada sigue cierta curva variable según sea la persona y el momento en que es emitida. Sin embargo, desde los viejos griegos existió la conciencia de la aproximación de ambos materiales artísticos: son Platón y Aristóteles, cuando tratan de la “póiesis”, esto es, la creación artística en general y, en particular, la lírica, la ditirámbica, la tragedia, etc., quienes en sus análisis aproximan, hasta a veces confundirlos, la consistencia sonora de lo literario y lo musical.
Quizás esta misma cercanía, serviría de un equívoco estímulo para la invención de la Opera en pleno Renacimiento.
La relación de sonidos y la relación de sonido y sentido que caracterizan respectivamente a la música y a la poesía, se manifiestan amalgamadas también desde el surgimiento de las lenguas romances, aspecto que se va formalizando cada vez más hasta que aparezca -como un eco de la musicalidad de los versos griegos y latinos- la métrica de los tiempos modernos y contemporáneos. Esta formalización se vería más tarde enriquecida por la consciente voluntad de sonoridad musical casi pura, en la gran corriente gravitante del simbolismo francés de hace ciento treinta años, especialmente con Verlaine o Mallarmé, elemento que repercutirá a su modo en el Modernismo surgido con Darío y más tarde, en toda la poesía hispanoamericana. Como un ejemplo particular, pensemos en nuestro Huidobro con su Canto VII “Altazor” o el cubano Guillén, muchos de cuyos trabajos exigen una lectura con una notoria traslación a la rigidez rítmica musical, aspecto visible en las propias interpretaciones que el poeta grabara hace más de cuarenta años.
En segundo lugar, las relaciones entre música y literatura se ha presentado en la colaboración que efectiva e históricamente ha habido entre ambos lenguajes. Literatura y Música, aunque artes autónomas, se han solicitado con constancia desde los viejos griegos, si tan sólo recordamos la función que cumplían en la Tragedia. Más adelante, durante el medioevo, la gran producción épica y lírica estaría unida de alguna manera a lo musical: evoquemos la épica “Chanson de Roland” o el no menos épico “Poema de Mío Cid”, cuando algún innominado juglar relataba, ayudándose de algún instrumento musical primario a Carlomagno gimiendo o a Don Rodrigo Díaz de Vivar batallando.
En ese mismo tiempo, y poco después, en los palacios provinciales de Francia, se ofrecía un claro ejemplo de los vínculos entre lo musical y lo poético: nos referimos a la producción de Trovadores y Troveros, cuya múltiple obra muestra cómo la evolución de o musical comienza a relacionarse directamente con la invención de ciertas fórmulas textuales. Vínculo tan estrecho que al estudiarse ahora las formas musicales de aquella época, es imposible sustraerse de la incidencia directa que en ellas cumple la estructuración de ciertas maneras literarias. De allí que cierta nomenclatura puede designar simultáneamente tanto decurso textual como musical (Balada, Virelai, Caccia, Rondó, etc.)
Estamos ya a un paso de la aparición, a fines del siglo XVI, del importantísimo género Opera, paradigmático por representar las más claras y necesarias relaciones entre lo literario y lo musical.
Si la Opera del barroco tomaba como fuentes temáticas a los clásicos griegos y latinos, donde también una idealización de los personajes históricos campeaba irremisiblemente, ya con la ópera bufa italiana y la genial producción mozartiana, las fuentes literarias empleadas irían desde la improvisada “commedia dell’arte”, hasta Tirso de Molina o Beaumarchais. No transcurrirían muchas décadas para que se diera paso a la Opera romántica, donde aparecería replanteada la literatura del medioeveo, y especialmente, Shakespeare, así como Schiller, Walter, Scott, Víctor Hugo y Alejandro Dumas hijo. En suma,, una válida literatura que pudo dar origen a obras inmortales de Rossini, Donizetti, Weber o Verdi.
Al respecto, la teorización acerca de las relaciones entre música y literatura (especialmente la teatral) alcanzaría un importante hito, algo rimbombante y utópico, con Ricardo Wagner y su Gesammtkunstwerke, la obra de arte total. Es aquí cuando justamente, -aparte el necesario entrevero de otras artes, como la plástica por ejemplo- poesía y música se pretenden como las dos caras imprescindibles de la obra de arte perfecta del futuro.
Ya a comienzos del siglo XIX se desarrollaría otro tipo de vínculo - con clara antecedencia en siglos anteriores- en el llamado género “Lied” o “canción”, donde se realiza una particular fusión entre lo sonoro musical y lo sonoro conceptual de algún texto poético. Esta vez Schubert y Schumann, Wolff y Richard Strauss emplearían poemas de las más altas cumbres de la lírica romántica alemana.
No estaría de más mencionar, por último, que esta colaboración se presenta modélicamente en el Teatro, donde el sonido musical puede desempeñar, a veces, un papel coadyuvante o dirimidor del valor final de una obra.
En tercer lugar, la relación entre las artes que ahora nos preocupan, se vincula al estímulo recíproco que, temáticamente, se han prestado.
En referencia al influjo de lo literario en lo musical, no podemos soslayar la importante función cumplida por la literatura en la música pragmática, de una fortísima presencia a lo largo del siglo XIX. No sólo Berlioz, Liszt o Mendelssohn podrían evocar las visiones del Ossian de Macpherson, de Goethe o de Byron, sino que un Richard Strauss tomará como fuentes a personajes y descripciones salidas de Lenau y Cervantes, Nietzsche y Shakespeare, para sus famosos Poemas Sinfónicos.
La música, por otra parte, también ha servido de tema central en la literatura. El Romanticismo inglés y alemán, desde mediados del siglo XVIII, hace una referencia constante a ella, hecho relacionado con la natural inefabilidad de este arte, correspondiente con el sentido de lo inalcanzable romántico. Más adelante, se multiplica y diversifica su alusión. Recordemos solo ese “Juan Cristóbal” de Romain Rolland, que tanto nos emocionó en nuestras mocedades, al reflejar la personalidad y viscicitudes de Beethoven, o ese “Doktor Faustus”, de Thomas Mann, donde el sistema dodecafónico schönberguiano se transforma en todo un símbolo cultural.
Ya es una conocida referencia nombrar al cubano Carpentier con la intención musical de “El Acoso” y su relación con la tercera sinfonía beethoveniana, o con la alusión meramente metafórica de la “Consagración de la primavera” de Strawinsky. Recordemos ahora a Cortázar, con sus referencias a personajes musicales reales, como el jazzista Charlie Parker, o ficticios, como ese memorable episodio del protagonista de “Rayuela” con la increíble pianista Berthe Trepat. Mencionemos por último al argentino Manuel Puig y su tan americana novela “Boquitas Pintadas”, donde las citas epigráficas de textos de Le Pera u Homero Manzi, cantados por Gardel, se vuelven imprescindibles para empatizar con los personajes y sucesos de la obra, entremezclados también, hacia el final con ese monólogo interior de Nené quien, en su confuso y dramático romanticismo, muestra un universo bolerístico Kitsh de una profunda ternura.
LUIS ADVIS VITAGLISH. Compositor musical, Presidente de la Sociedad Chilena del Derecho de Autor (SCD), Profesor de la Universidad de Chile, autor de la “Cantata Santa María de Iquique” y del “Canto para una semilla”, basada en las décimas autobiográficas de Violeta Parra, entre muchas otras obras.