PEDRO LEMEBEL: Viaje fantástico hacia el tatuaje viviente
por Juan Ignacio Iturria
Una antigua teleserie de cuentos fantásticos relata en uno de sus mejores episodios cómo un artista chino del tatuaje era asesinado por un ladronzuelo que le arrebataba sus pocas riquezas. Sin embargo, el asesino llevó consigo una herida en el pecho -provocada por el lápiz del tatuador- que se fue extendiendo inexorablemente hasta convertirse en un enorme tatuaje que narraba por todo el cuerpo del homicida cómo había cometido su crimen.
Tales eventos están ausentes en nuestra literatura. Pero nos hacen falta plumazos criminales hincándose en nuestra piel. Trascendiendo así la larga complacencia dirigida únicamente hacia la vista la mayoría de las veces, y, en alguna ocasión, hacia el oído.
Pedro Lemebel, pobre maricón -como se presenta él mismo- mártir y puta, ha sido uno de los pocos escritores capaces de llegar a su público con un sebastianazo de jeringas sucias y lápices labiales que firman sentencias de muerte contra todo aquel acusado de ser un transeúnte cualquiera. Gracias a sus crónicas, todos volvemos a escuchar tras nosotros a la leyenda urbana que se arrastra en callejones oscuros, triturando el piso con sus bototos de estoperoles afilados.
Las narices, las papilas gustativas, y, sobre todo, la piel con todos sus poros, fueron material de desecho para nuestros antiguos cronistas. Nada más importaba retratar con todos los colores y todos los sonidos posibles, alguna procesión de santos, alguna fronda aristocrática con todos sus ropajes. Hasta los claveles en las solapas se hallan presentes en las levitas y en los smokings. Pero no nos dicen nada si se les ha arrancado de la tierra.
No, en las crónicas lemebelianas, el orín que crece en nuestras memorias es el mismo orín que crece en los altares de los prostíbulos pobres como un compañero sagrado. Pero la diferencia es que las prostitutas le rinden el respeto que se merece.
Desde los salones y las fiestas patrias, hacia la calle y hacia la hierba que pisamos todos los días, las crónicas de Pedro -como buena primera piedra de toda fe que se precie de tal- abren los espacios sagrados e incorruptibles y los allegan a nosotros. Dejamos atrás la crónica bidimensional y paisajista de Jotabeche para reconocer en nuestro propio metro cúbico un mundo o un planeta desconocido lleno de nuevas especies -animales o vegetales, ¿qué importa?- tan familiares por la simetría que le es tan propia.
Pedro graba todo esto y mucho más sobre nuestra piel. Un cochambroso período de nuestra historia hizo de todos nosotros un país ladrón de esperanzas y asesino de anhelos. Pedro nos clava su pluma en el pecho -vestido de geisha- y todo nuestro cuerpo se cubre de culpa.
El SIDA, la polución emocional, la drogadicción por la drogadicción son tatuajes que todos nosotros podemos llegar a tener inscritos algún día si nos siguen acorralando si no observamos los tatuajes de la apatía que se hacen destructivos y asfixiantes. Si los detenemos y los desteñimos a tiempo, nosotros también seremos cronistas de nuestra historia.
* Publicado en Revista Literaria Rayentru Nº17 – marzo del 2000