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  Andrés Sabella
 


CONVERSACIÓN ÍNTIMA CON ANDRÉS SABELLA
(Entrevista inédita)

por Hilda López Aguilar
                             

Tengo en la memoria tantos recuerdos de mi amigo Andrés Sabella, que no sé por donde empezar. Mi primer encuentro fue con él, pero sin él: Fui a su casa, él estaba fuera de Antofagasta. Me recibió su tía Martina, una deliciosa ancianita, menuda, frágil, de moñito blanco, liviano chal y larga pollera. Conversamos largamente de la infancia de “Andresito”, mezclando ella recuerdos del viejo Antofagasta y de los primeros poemas del poeta del Norte Grande. Por una puerta entreabierta divisé el dormitorio virginal de la tía Martina: Catre de fierro blanco, sábanas blancas, colcha blanca y almohadón bordado, blanco por supuesto.
      En 1977, vino el encuentro y fue como si nos conociéramos desde siempre. A partir de ese momento, para mí el sinónimo de Amigo, fue Andrés. En esa ocasión hablamos por horas, mientras Elba Emilia su novia-esposa-compañera, transitaba levemente por la casa y un reloj carillón trataba en vano de que yo tomara conciencia del paso de las horas y me retirara.
      Por fortuna llevaba conmigo mi pequeña grabadora con la que registré una desordenada y larga conversación que conservo como un tesoro. De ella extracté para “Rayentru” lo que espero sea algo parecido a una entrevista.
 
      -Cuéntame de tu infancia y de tu familia.
      -Perdí a mi madre siendo muy niño. A los siete años fui confiado a la familia de mi madre. Mi abuela materna, copiapina y minera, tenía una especie de timón de mando y la casa funcionaba de acuerdo a sus gustos. Allí fui siempre el más chico, el menor. Crecí en medio de gente grande que hablaba de cosas importantes que me sirvieron mucho en la vida.
      Quienes se preocuparon de mí fueron mis tías Martina y Delia. Esta última me llenó la cabeza de sueños, pues era una enciclopedia de leyendas e historias del Norte. La tía Martina -que tú conociste-, tuvo un novio en su juventud. Este novio se fue a Francia y desde París le envió las “Prosas Profanas” de Rubén Darío. Ella me enseñó las primeras letras con esos poemas. Aquel poemario me acompañó por muchos años y fue mi lectura obligada hasta la publicación de mi primer libro.
      Crecí rodeado del cariño de mis tías, pero siempre me penó la ausencia de la ternura de una madre; crecí con una especie de sed de amor, sed de ternura, porque los otros cariños eran un poco la caridad hacia el niñito que no tiene madre.
      Mi padre vivía aparte, pero luego reaccionó y decidió vivir con los Gálvez -mi familia materna-, allí sentí su cariño cada día, pero siempre viví una especie de ansiedad de amor, de encontrar lo que otros tenían.
 
      -¿Cuándo fueron tus primeros pasos en la poesía?
      -Empecé a escribir poemas de amor -terribles-, a los catorce años; todos inventados por cierto.
      A los 16 años lancé desde una avioneta ejemplares de una revista llamada “Carcaj” en una edición muy bella. Era una especie de acordeón en que los poemas iban compaginados y las firmas de los poetas eran manuscritas. Creo que fue la primera Antología poética, que se hizo en el Norte.
 
      -¿Y tu primer amor?
      -A mis quince años apareció una amada real: Silvia, hija de un alto jefe del Ferrocarril del Norte, que vivía en Coloso, lejos de Antofagasta.
      Fue un amor de miradas, cuando ella venía a la ciudad en el auto de su padre. Logré por fin conocerla. Estaba interna en el colegio de Monjas Belga-Inglés.
      Fue una pasión realmente loca y lírica. Silvia lograba arrancarse del dormitorio en las noches y salía a juntarse conmigo a través de las rejas del Colegio. Yo, tipo ocho y media de la noche, subía corriendo hasta el fondo de la calle Sucre. Allí nos conformábamos con vernos a través de las rejas, tomarnos de las manos y darnos un beso fugaz y ella de vuelta al internado y yo a correr hacia mi casa, donde mi padre no se explicaba qué hacía yo esas noches que salía disparado y volvía cansado como un perro. Conclusión: la niña fue sorprendida por las monjas.
      Hubo un escándalo. Imagínate, las monjas llamaron a su madre y a su padre. La retiraron del Colegio, pero yo gratifiqué este amor, me dije: “cuando aparezca mi primer libro, el nombre de Silvia estará en él”. Efectivamente, la segunda parte de ese libro se llama “Silvia”, son poemas de amor, escritos para ella.
 
      -Aparte de tus quehacer literario ¿tenías otras inquietudes?
      -Cursando mi 5º año de Humanidades se habló de llevarme a Santiago para que integrara la selección Chilena de Atletismo en 100 y 200 metros planos. Aparte de entrenarme, cantaba, dibujaba, boxeaba (fui esparring de Lorenzo Caballero, campeón Panamericano), jugaba fútbol y, por supuesto, escribía poemas.
      Un gran amigo, Eduardo Ventura, me hizo un llamado al orden. Me dijo: “tienes que dedicarte en serio a la poesía. Déjate de andar a las seis de la mañana corriendo y en las tardes oyendo crecer el bosque. O eres escritor o eres lo otro”. Entonces me lo tomé en serio y le dije: voy hacer un libro.
 
      -¿Cuándo te decides a escribir tu primer libro?
      -A los diecisiete años escribí “Rumbos indecisos”, cuando se lo entregué a mi amigo Ventura para que lo ilustrara, me dijo, vamos a probar si es bueno. Se lo mandaremos a la Editorial Nascimento. Así lo hicimos y Nascimento aceptó publicarlo, con una condición que yo le asegurara el valor de la mitad del costo. Tiempos gloriosos en que la edición costaba trescientos pesos.
      La aparición del libro me permitió tomar importantes contactos, por ejemplo con Oreste Plath, quien en su revista me dedicó una página, en la cual comentaba que había nacido un poeta, un niño de diecisiete años, y yo me sentía un hombrecito con mi libro. También tuve contactos con personajes del extranjero, entre ellos: Ricardo Tudela, Rafael Coronel Castillo y Arturo Peralta. Todo esto me comprometió a fondo con mi condición y vocación de poeta.
      Estando en Sexto de Humanidades, edité una revista que llamé “Antof”, la abreviatura de Antofagasta. Un furioso comentarista, anticomunista, de “El Mercurio” dijo en sus páginas, que un pro-soviético ha publicado con un nombre ruso, una revista literaria llamada “Antof”. La metida de pata del pobre fue benéfica para la revista, pues aparecieron tres números más con buenas colaboraciones.
 
      -¿Cómo fue tu primera experiencia en Santiago?
      -Finalizado el Sexto de Humanidades vino la gran decisión: partir a Santiago a estudiar. Viajé con Radomiro Tomic y llegamos a la misma pensión. Compartimos una importante etapa de nuestra adolescencia, pues fuimos compañeros en el Colegio San Luis.
      Y ahí vino para mí el enloquecimiento por las faldas, porque para mi Santiago era como París. Niñas para acá, niñas para allá, niñas de la noche...
      Apareció en mi vida una niña antofagastina llamada Fresia, cuya madre no me podía ver. Nos reuníamos en la Plaza Brasil a leer a Julio Herrera. Yo estaba deslumbrado, fue un amor puro, muy apasionado, que terminó cuando vino la Revolución del 32.
      Fue el tiempo en que yo me arrancaba a conocer la noche y, claro, tanto la conocí que me fui a vivir con una bailarina. Arrendamos con Edmundo Verastegui, Edmundo Ventura, Raúl Lezaeta Calvo, una casa a una cuadra de la Universidad de Chile en Marcoleta, entre Carmen y Lira. Allí viví un amor desenfrenado con una nena rubia. A esa casa llegaba Volodia, Elio Rodríguez, Lemus Zamora, Alberto Rojas Jiménez y mi grande e inolvidable amigo el “Cadáver” Alberto Valdivia.
      Con la nena rubia viví la bohemia en todo su esplendor y miseria. Conocí el interior de las casas de Eleuterio Ramírez, calle brava. Dejé la Universidad y viví prácticamente en la calle Bandera que pasó a ser mi calle. Tanto así fue, que nos fuimos a vivir a San Pablo 1275, o sea, a dos metros de Bandera. A esa casa llegaban Claudio Costa, Juanito Aguirre Echeverría, Volodia. Comíamos, hacíamos tertulias y luego partíamos con toda la solemnidad del caso al Shangai, que estaba en los altos de la Cafetería Popular. Estaba también allí la Farmacia Cañón, inolvidable para mí, porque le proveían la morfina al “Cadáver” Valdivia. Cada vez que me llegaba la mesada, destinaba cinco pesos de regalo al “Cadáver” para su droga.
      El “Cadáver” fue una especie de hermano mío. Me aconsejó mucho, me decía: “deje la noche, deje todo esto y dedíquese a la poesía”.
      Él, que estaba en las últimas, me daba consejos de padre. Fue para mí de una extraordinaria ternura. Tuve la suerte dolorosa de verlo días antes de su muerte, en el Manicomio, donde se refugió al final.
 
      -Pero después retornas a Antofagasta...
      -Me vi obligado a regresar a Antofagasta, pues necesitaba reponerme. Llegué a pesar cuarenta kilos y estaba botando sangre. La “dulce vida” me costó una descalcificación, que me tuvo casi al borde de la muerte. Vi por primera vez a mi padre furioso. Le dijo a mi abuela: “ahí lo tiene, cuídelo usted”. Estuvimos mucho tiempo sin hablarnos, no me dirigía la palabra, consideraba que mi conducta era una burla a su persona.
 
      -¿Y cómo fue tu encuentro con la política?
      -Apareció en mi vida algo muy importantes: Mi definición política. En la esquina de calle Uribe me encontré una tarde con Solín Juica, distinguido político, gran comunista. Este gran hombre sabía que yo en la Universidad había tomado contacto con gente de izquierda. Me invitó a su casa a escuchar la Internacional cantada por el Ejército Soviético. A continuación me invitó al local del Partido Comunista. Entonces sentí que no podía seguir en la “Dulce Vida”.
      Empecé a conocer otro mundo, el mundo de la pobreza, de las ollas comunes, del heroísmo de los compañeros que comían una sola vez al día, de los que montaban obras de teatro para juntar plata para la propaganda de su Partido.
Sensiblemente fui entrando a ese mundo y me fui enamorando de esa limpieza de vida. Un día le planteé a Pancho Hevia -quien dirigía el diario popular “Justicia” donde yo escribía con el seudónimo de Cleofás Pizarro López-, que quería ingresar al Partido Comunista, estoy hablando de comienzos de 1934. A fines de febrero, los compañeros me dijeron que me aceptaban y me mandaron -para que aprendiera-, a una Célula de Calle, compuesta por dos cesantes, un chofer, un gasfiter, un gráfico y un practicante. Ingresé al Partido antes que un montón de aspirantes, entre ellos Volodia (Teitelboim). Y ya que había dado un paso tan decisivo como ese, me dediqué al Teatro Obrero, a cantar, a salir en giras, a participar en un espectáculo colectivo llamado “La Mugre”, que paseamos por la zona. Obra cuyos personajes eran los coros de lavanderas, miserables, hambrientos... En ese tiempo conocí a Carlos Contreras Labarca, quien me felicitó pues el había trabajado en “Selva Lírica” y apreciaba que un poeta optara por una decisión tan importante como era ingresar al Partido. A todo esto no había amores de mujeres.
 
      -En tu vida ha habido importantes mujeres, entre ellas Elba y Lidia... 
      -Sí, a la Elba González la conocí cuando yo cursaba el Sexto de Humanidades, pero la perdí de vista. Un día los compañeros de partido me dijeron que había que hacer un trabajo ilegal y que necesitaba que alguien me acompañara, alguien que disimulara mientras yo pegaba -en los escaños de la Plaza de Armas-, proclamas contra Arturo Alessandri. Pensé entonces qué mejor que una dirigenta de las Damas Católicas. Le hablé a un amigo y le dije que me contactara con la Elba Emilia. Lo hizo, y como habían inaugurado una exposición fotográfica la invité a verla. Así empezó esta comprensión, esta ternura, este Amor que aún permanece.
      A mi papá le gustó la Elba, él conocía a su familia, a su padre; y me dijo:,”or qué no te casas, yo te entrego la dirección de mis negocios”. Y hasta me construyó una casa, porque a mi papá le encantaba hacer casas. Quiso ser arquitecto, pero problemas económicos lo obligaron a migrar a América. El venía de Jerusalén.
       Yo le dije: “sí, me caso, pero no por la Iglesia y tampoco por el Civil. Soy partidario del amor libre”. El amor “a prueba” estaba entonces de moda. El doctor Juan Marín escribía sobre el tema y yo me carteaba con él. Cuando la familia de la Elba se enteró de mis ideas me sacaron poco menos que a
balazos y lo mismo hizo mi familia.
       Hablé con Elba y le dije: “si tú no te casas así conmigo, si no te vas a vivir conmigo lisa y llanamente por amor, me voy de acá”. Y la Elba me dijo: “yo tengo que casarme como todo el mundo se casa, ¿por qué vas hacer tú un amor a prueba, si los demás comunistas todos se han casado?”
       Y así fue como de un día al otro lo decidí y volví a Santiago. Pasé el año 1935 y el 1936 dedicado solo al trabajo político de la Universidad, casi sin escribir.
       El 1º de mayo de 1936, en la conmemoración del Día del Trabajo, arrancando de la policía que perseguía a los manifestantes del mitin, se detiene un auto y me gritan: súbete. Era una prima mía que viajaba acompañada por una amiga suya, Lidia, que es hoy la madre de mi hija María Eugenia.
       Lidia venía de dos matrimonios fracasados de manera bastante trágica. Uno de sus ex maridos vino a hablar conmigo y me dijo: “Andrés, no cometas una locura con esa mujer, porque va a ser una ruina para tu vida”. Añadió argumentos, pero yo estaba ciego y me lancé. Ya había nacido María Eugenia, y en cuanto Lidia consiguió anular su segundo matrimonio, nos casamos.
       Mi vida a su lado fue algo que no quiero recordar. Me dediqué al trabajo político y llegaba a la casa a leer, escribir y a estar al lado de los niños. Pues aparte de mi hija María Eugenia, me hice cargo de dos primitos de ella.
       Y empecé a picotear en amores tremendos con poetisas y señoras de la noche. Hoy me doy cuenta que lo que buscaba a través de todas ellas, era la ternura, de la madre que no tuve, de la compañera que me faltaba.
       Y otra vez regresé a la noche de la calle Bandera. Mi Célula del P.C., era de la calle Bandera.
       De un modo extrañamente casual conocí a María Eloísa. Una noche viajando en una “liebre” me llamó la atención una mujer muy hermosa. Nos bajamos en el mismo paradero y empecé a buscar una dirección. Ella pensó que yo la seguía y me increpó. Me defendí y nos dimos cuenta que íbamos invitados a la misma fiesta. Entonces decidimos ir a un café a conversar. Tanto conversamos que llegamos casi al final de la fiesta. Fue un amor realmente maravilloso, de locos. Pero terminó de un modo muy doloroso: ella murió en un accidente.
       A raíz de esto, regresé una vez más a Antofagasta y me reencontré con Elba. Ella vino a darme el pésame y reanudamos nuestras conversaciones, me empezó a prestar libros, y de pronto me di cuenta que en realidad, si bien María Eloísa llenó una parte importante de mi vida, había otra parte que la única que la llenaba era Elba. Decidí entonces quemar mis naves y me dije, no vuelvo más a vivir en Santiago.
       En un artículo que titulé “El salitre y yo” explico porque me quedé en Antofagasta, entre otras poderosas razones, por dos olores: el olor del mar y el olor del salitre. Al medio de todo esto estaba la Elba y ella me acompañaba al mar. Entonces, le dije, mira Elba, ahora se acabó para mí toda aventura. Ahora mi gran aventura va a ser pelear los años que sean necesarios, para que tú seas mi mujer.
       Bueno, costó mucho y finalmente nos casamos... y por la Iglesia.
       Elba es una gran lectora, sabe muchísimo más de lo que sabe el común de la gente. Hace todos sus trajines y entre las tres y media y las cuatro “me desensillo” y no estoy para nadie. Elba se encierra a leer. Ahora está terminando de leer un libro escasísimo en Chile, “La Guerra Apasionada”, porque es una apasionada lectora de todo lo que se ha escrito sobre la Guerra Civil Española.
       Es una gran compañera, me ha ayudado mucho. De repente lee un párrafo y me dice: “anota la página tanto, hay algo que te puede interesar”. Cuando estoy dibujando, se asoma y me dice cosas como: “no sigas, déjalo así, no le pongas nada más”. Y cuando le leo un poema: “yo reharía este verso, piensa en esa estrofa”… Se ha producido un amor mezcla de compañerismo y de esa ternura que busqué siempre.
       Vivimos un mundo de dos personas, pero aceptando a la infinidad de personas que llegan a esta casa. El quedarme en Antofagasta significó estar al lado de Elba y aquí he permanecido trabajando. Vino el Golpe Militar y ella, pese a no compartir mis ideas políticas, sufrió mis mismos dolores.
       Hoy vivimos una vida realmente como yo quería, vida de escritor. Soñamos irnos en un yate. Bueno, me dice ella. ¿Quién se va a hacer cargo del yate?. Yo le digo, usted es la dueña de casa, usted se hace cargo de los velámenes. Yo iré sentado mirando elHoy vivimos una vida realmente como yo quería, vida de escritor. Soñamos irnos en un yate. Bueno, me dice ella. ¿Quién se va a hacer cargo del yate?. Yo le digo, usted es la dueña de casa, usted se hace cargo de los velámenes. Yo iré sentado mirando el mar. Se ríe y me dice, eres un marinero de agua dulce.
 
Debí poner punto final a este rememorar a mi querido amigo Andrés, pero él me hizo un regalo inolvidable que también quiero compartir con quien lee estos recuerdos: Me entregó una hoja de papel donde su vieja máquina de escribir cumplió la maravillosa tarea de registrar, según lo que definió en sus mismas palabras Andrés cuando me dijo: “Es el mejor poema que yo he escrito, desgraciadamente nunca lo han considerado en Antologías. Salvo León Oketó quien me dijo que este era un gran poema y que seguramente cuanto me muriera se iban a dar cuenta”.
       Lo incluyo a continuación -"Predicciones para el día de mi muerte"-, sin mayores comentarios, sintiendo que desde algún lugar no tan remoto, Andrés sonríe.
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Nota del Editor: Esta conversación, de Hilda López Aguilar con Andrés Sabella, fue realizada en casa del poeta, en Antofagasta, el año 1977, y por esas “causalidades” de la vida, nos amistamos con Hilda, quien, en un arrebato de confianza y cariño, nos la entregó para ser publicada de manera exclusiva en nuestra revista. Agradecemos sinceramente su amistad y este valioso material, además de las fotografías y dibujos del autor que nos facilitó, y que contribuyen a resaltar la importancia y humanidad de Andrés Sabella, poeta del Norte Grande de Chile, cuando el 26 agosto de 2006 se conmemoran diecisiete años de su sensible fallecimiento.
 
ANDRÉS SABELLA (Antofagasta, 1912-1989). Poeta, narrador y periodista. Estudió derecho en la Universidad de Chile, carrera que no concluyó. Sin embardo, durante nueve años fue ayudante en la cátedra de Derecho del Trabajo. Escribió en numerosas revistas y diarios del país, siendo colaborador constante, por más de 40 años, del diario Las Últimas Noticias de Santiago. Dirigió la revista Mástil de la Escuela de Derecho. Desde 1933 editó los Cuadernos de Poesía Hacia, publicación fundamental en la difusión de la literatura nacional. En ella inició, además, una importante labor como dibujante; actividad que mantuvo durante toda su vida.
      Fue uno de los fundadores de la Alianza de Intelectuales contra el Fascismo. Gran parte de su producción literaria contiene una fuerte denuncia social.
      Pertenece a la Generación Literaria de 1938, entre sus temas principales se encuentran la pampa y el mar. Su novela más conocida y comentada es Norte Grande, epopeya de las salitreras, cuyo personaje central es la pampa, tratada con gran sentido social y poético. El título de esta obra dio nombre a la zona que se extiende entre la primera y segunda regiones.
        Fue designado Miembro Correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua.
Algunas obras: Rumbo indeciso, poesía, 1930; La mugre, teatro, 1934; Norte Grande, novela, 1944; Chile, fértil provincia, lecturas para niños, 1945; Sobre la Biblia un pan duro, cuentos, 1946; Martín Gala, poesía, 1952; Pueblo del salar grande, poesía, 1954; Canciones para que el mar juegue con nosotros, poesía, 1964; Hombre de cuatro rumbos, anrtología del Norte Grande, 1966; Un niño más el mar, poesía,1972; Cetro del bufón, poesía, 1984; A las puertas del alba, poesía, 1987; Juan Marín y la nueva generación, ensayo, 1973.

 Fotografía de Hida López Aguilar
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* Publicada en Revista Literaria Rayentru Nº26 - otoño del 2006
* Ir a: Poemas de Andrés Sabella

 
 
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