ESTAMPA DE MI MADRE
La niña tímida, pero obstinada
como todos los nacidos bajo Capricornio,
escarba con el dedito
los muros de adobe del solar paterno.
Convencida de que nadie la ve
come polvo con fruición pueril
arriesgando una buena reprimenda.
La pequeña se rebela al castigo
y se va de la casa sin mirar atrás.
Es menester salir a buscarla
a caballo por los caminos y andurriales.
El padre, severo pero magnánimo,
aplaca su rebeldía
dejándole sobre la almohada
unos rojos zapatos de charol
y un sombrero alón para el sol de primavera.
Noventa años después,
mi madre es el recuerdo de un sombrero de gasa
que el viento arrebató de un manotazo
cuando el tren a carbón atravesaba
el empinado terraplén sobre el cajón del Maule
y que planeando por los aires
con gentiles venias de despedida
fue descendiendo hasta rozar con el ala
las aguas del Leteo.
ESTAMPA DE MI PADRE
De tu mano de funcionario de terno y corbata
aprendí a subir la primera cuesta
del camino de la vida.
Cada día domingo,
tras una semana de lucha encarnizada
por seguir adelante,
emprendíamos la misma e intrépida
aventura de pobres.
En varonil silencio escalábamos
las laderas del cerro San Cristóbal
cubiertos de sudor y de polvo
rodando a veces
pero siempre tomados de la mano
hasta alcanzar la cima sin aliento.
Entonces la ciudad yacía a nuestros pies
y la roja manzana jugosa
que me hacías escoger del canasto
del hombre de la pata de palo
mondada con pericia por tu vieja navaja
era la singular metáfora del mundo
que entonces me ofrecías con gesto grave.
EL ÁRBOL DE LA VIDA
(A Nicolás, mi nieto)
Un día sabrás que la vida comenzó
con un árbol plantado en medio del jardín.
Siempre habrás de recordar
que nuestro tronco común es aquel árbol.
Árbol la viga, la casa y la mesa.
Árbol la cuna, el lecho y la urna.
Nunca olvides, niño de espaldas contra el tronco,
que el alerce es nuestro alcázar,
que puedes contemplar el porvenir
desde la cima de un ciprés añoso,
dejar grabada tu infancia en la corteza del coigüe,
intuir las profecías grabadas en las nubes
abrazado al magnético avellano,
divisar al forastero que se aproxima
trepado a la enhiesta patagua.
Auscultar los presagios de la noche cerrada
con sus vuelcos hembriles
de pie ante la sagrada presencia del canelo,
recostarte en el tálamo con tu esposa, la tierra
como lo hace en penumbras el temo prodigioso,
levantar el techo de tu morada
bajo la majestad de la palma,
consagrar el hogar con la cruz espermática del lingue,
ser quien eres y lo que serás con el garbo del esbelto raulí,
hacerte un bote de olivillo y embarcarte río arriba
persiguiendo sueños imposibles,
volverte rico de la noche a la mañana
con el oro a manos llenas del aromo
e impedir que el litre traicionero te arrebate la fortuna
en menos que canta un gallo.
Ya verás como las horas más felices de tu juventud
se mecen al arrullo de las ramas umbrías del tilo,
mientras haces el amor sobre un tapiz
de hojas de quillay
bajo un dosel frondoso de peumos, boldos y maitenes,
y los besos de tu amada se confunden
con el perfume inolvidable del espino.
En tanto llega ese día todavía lejano,
embarquémonos río arriba en busca de El Dorado,
antes que nos sorprenda la noche.
La lenga, que se alza como un baluarte,
nos alienta a seguir adelante
en medio de las vilezas de la ambición desmedida.
La tepa tampoco se doblega y soporta el dolor
de la tierra saqueada.
Nosotros también resistiremos hasta vencer
con las espaldas bien guardadas
por el pellín de porte patriarcal,
y el ulmo y el pehuén sostendrán el cielo
para que no nos caiga encima con justa ira.
Pero antes de seguir nuestro viaje,
internémonos un instante en la espesura.
Un mozo como tú se ha ocultado en la enramada
para espiar a la diosa que se baña desnuda.
El bosque entero se ha cristalizado;
visto desde nuestro escondite
es como un grandioso Acrópolis,
aunque algunos necios merodean
calculando su valor en pulgadas métricas.