Tengo ante mí una amarillenta carta manuscrita fechada en Pucón, el primero de junio de 1944. La firma mi prima Alicia, hija de tía Blanca. Su membrete dice: Factoría R. Wilson. Viene dirigida a mí.
Eramos, entonces, un par de adolescentes. Ella de risa fresca y alegre. Yo, un muchacho de dieciocho años. Ahora, las canas nos recuerdan nuestra edad.
Esta carta, escrita hace 52 años, cuenta de tiempos idos, de lluvias viejas, de inviernos perdidos en los mares del recuerdo: "Por fin ha alumbrado el sol, después de tres semanas de continua lluvia, se nos alegra el alma y nos ponemos de buen humor" -y más adelante-, "¿Me preguntas por los caminos de la hijuela? Pues bien, en estos meses es casi intransitable, las pasadas mejores para cruzar montañas y ríos que son senderos, o mejor dicho, huellas que a veces se pierden, y gruesos robles que sirven de puente, todo está completamente nevado y ahora que ha llovido es un barrial peligrosísimo. Sólo alguien arriesgando su vida se atreve a aventurarse en esas montañas. En verano es muy lindo y se ven dos lagos subiéndose a la cumbre de una montaña que hay frente a la hijuela de mi papá, son El Caburga y El Colico. La tierra es apropiada para el cultivo y hay maderas apreciables, y es por eso que mi papá luchó hasta el último".
Alicia le decía "papá" a nuestro abuelo. Sus razones tenía.
El abuelo Javier no era de rasgos de un chileno común, salvo la estatura. Rubio, de ojos celestes y piel color "pantruca" de buena harina, parecía más bien un hijo de Albión. Admiraba a los americanos, según deduzco, y eso tal vez por aquello de que la sangre tira, ya que el segundo apellido de su madre era Wilson, apellido que lució en los membretes de los papeles para cartas, relegando su verdadero apellido a una humilde R., era, por lo tanto el gringo R. Wilson y no el chileno Rivas. Firme protestante de aquellos seguidores de Canut de Bon, de iglesia humilde y pueblerina. Aún recuerdo que en su hogar, antes de sentarse a la mesa, se cantaba aquello de: "Te damos gracias, oh Señor,/ por esta prueba de tu amor...".
Una vez, en vacaciones de invierno, fui a Lautaro, a casa de mi tía abuela, mujer enérgica. Su esposo pertenecía también a una iglesia protestante del sur. La Biblia era entonces un libro muy leído en su hogar. Una mañana, esta tía, hermana del abuelo, me confidenció acerca de él:
-Sí, éste no es un Rivas, es hijo de un marinero inglés o norteamericano, por eso que es distinto... blanco... rubio.
Y lo decía muy en serio.
La hija mayor del abuelo se llamaba Blanca y, conforme al apellido que usaba su padre, se presentaba como "Blanca Wilson". No dudo que debe haber acompañado, innumerables veces, a su padre a la iglesia protestante a cantar himnos con la compañía de algún armonio, si es que lo había.
Hija a su vez, de esta Blanca Wilson, es mi prima Alicia, quien me escribía sobre las tierras del abuelo, tierras de las que el pobre viejo nunca logró un título de dominio del Ministerio de Tierras y Colonización de la época. Pero ésa es otra historia.
Los que supieron "de primera agua" la verdad sobre el padre del abuelo -aquel desconocido gringo marino o marinero-, ya se han ido en la barca de Caronte. ¿Se la habría contado Blanca Wilson a aquel poeta que escribió: "Amo el amor de los marineros que besan y se van/ Dejan una promesa no vuelven nunca más?"...
Sí. Pudo ser cierto y pudo no serlo. Quizás una adolescente enamorada, hija del gringo R. Wilson, le haya dicho a ese poeta, filosofando acerca de la vida como acostumbran a hacerlo los jóvenes en ciertas etapas:
-Yo estoy aquí a tu lado gracias al amor de un marinero que nunca más volvió: El padre de mi padre.
Tal vez nunca reveló su secreto a Neftalí (ese el nombre de aquel mozo flaco), o tal vez sí ¿Quién lo sabe?.
No sería raro que, dentro del marco de los amores puros primeros, algún enamorado la hubiese acompañado a la Capilla.
Como dije, tía Blanca era la hija mayor del abuelo. Después venía mi padre, amante del canto, de la ópera y del violín, luego seguía Taylor y otros más, varones y hembras.
El abuelo Javier bautizó con el nombre de Taylor al tercer hijo, nombre que quedó con el uso reducido a un simple "Telo". Al darle ese nombre inglés quizá buscaba acercarse a los orígenes de su sangre paterna. Taylor era un muchacho difícil y recibía por eso duras tundas de su progenitor.
Cuando tía Blanca era colegiala, un estudiante la cortejaba recurriendo a un compañero de curioso nombre, un tal Neftalí, para que escribiera las cartas que él le enviaba. Neftalí terminó confesando a Blanca Wilson (como ella se hacía llamar), ser el autor de esos románticos escritos. ¿Qué sucedió después? Quedó desplazado el primer cortejante y Blanca se dedicó a premiar con membrillos los versos de su nuevo enamorado.
Al imaginarme aquel lejano amor, no puedo dejar de pensar en aquella estrofa: "La colegiala tenía/ los ojos tan lindos/ yo me la encontré en la tarde/ de un día domingo".
Pero este poeta fue un gran enamorado del amor, de tal modo que estos versos, tal vez, nunca tuvieron un destino muy preciso.
En aquella época, era muy propio del abuelo correr a pedrada limpia a los pretendientes de sus hijas. Realmente, era un cristiano muy especial. Un día que el abuelo regresaba a casa, sorprendió encaramado sobre la muralla a Neftalí en dulce coloquio con su hija Blanca, quien a su vez, se había subido a una escalera para estar al mismo nivel de su Romeo. Aquello, lógico y natural en una pareja de niños adolescentes, lo sacó de sus casillas. Agarró a Neftalí de las piernas y lo hizo bajar, para luego propinarle, indignado, un puntapié y mandarlo a buena parte. Aquello fue muy duro para el muchacho, que volvió a su casa, probablemente, desanimado y triste. La ma-madre se enteró -tal vez vio al chico cariacontecido- y a su vez montó en cólera y partió rumbo a casa del gringo Wilson. Allí se desahogó diciéndole, entre otras cosas, una frase más o menos como esta: "Quien ve lo chico, no ve lo grande".
El asunto es que la frase quedó. Es muy probable que ma-madre se haya referido a que el amor de los adolescentes merece respeto, porque esos amores primeros tiene algo de sagrado y no correspondía una reacción tan violenta por un coloquio sobre el muro, pero, dado el destino del joven galán, la frase fue profética.
"Amores de estudiante, flores de un día son". Así dice la canción y probablemente así sucedió. Años después, cuando ambos residían en Santiago -el poeta flaco como estudiante universitario y ella (Blanca) con la familia de sus padres-, él la acompañó a la iglesia metodista donde Blanquita concurría. En esa ocasión, en que mi madre se encontraba presente, recuerda que se cantó, en aquella modesta iglesia, el himno "Cristo me ayuda por El a vivir" y que no tenía mala voz el tal Neftalí.
A veces, nos acordamos de cosas insignificantes y otras de mayor importancia se pierden en el olvido.
¿Por qué recordar un himno? ¿Qué hubo en él de especial? Creo que aquel poeta ya había logrado entonces cierto prestigio, cierto halo.
Aquella era una iglesia protestante, como alguna capilla pobre de Temuco, la que seguramente inspiró estos versos del poeta: "Esta iglesia no tiene lampadarios votivos/ No tiene candelabros ni ceras amarillas/ no necesita el alma de vitriales ojivos/ para besar las ostias y rezar de rodillas (...) Tiene un sabor de pan. Oloroso pan prieto/ que allá en la infancia blanca entregó su secreto/ a toda alma fragante que la quiso escuchar".
"Blanca entregó su secreto". Curiosa frase. ¿Qué secreto tenía Blanca? ¿Su apellido? Es esta probablemente una extraña coincidencia, aunque a veces las coincidencias no lo son y nacen del subconciente. ¿Quién lo sabe?
"Amo el amor de los marineros que besan y se van...". Gracias a un amor de esos existió Blanca.
Al paso de breves años, Blanquita se casó con un bohemio, animador de fiestas, que un día partió a Argentina en busca de mejores horizontes, abandonándola con sus hijos. El abuelo, voluntarioso como era, registró a los hijos de tía Blanca como propios de él y su mujer, la abuela Sara. Parece que en aquellos tiempos lo del Registro Civil funcionaba a la que Dios es grande.
La tuberculosis llevó a tía Blanca al hospital. Luego, de vuelta a su casa en Nos, y aislada en una pieza de madera a modo de un sanatorio improvisado, murió rodeaba por aquel bosque que, poco a poco, un aserradero fue eliminando.
Recuerdo ese bosque. Estuve allí antes, por unos días. Tendría yo unos siete años. Se internaban en él unos rieles de trocha angosta, por la que corría un carrito que se accionaba con una palanca. Primos y tíos infantiles, con gran alegría, nos subíamos y corríamos raudos en él, bosque adentro, esquivando ramas, gritando y riendo. ¡Qué hambre tengo de aquellos días! La abuela Sara y todos, en general, creaban en mí un mundo de ternura.
La electricidad la producía el aserradero. De noche, cuando ya estábamos acostados, podíamos ver cómo el débil resplandor amarillento de las ampolletas bajaba y subía, hasta que al final se apagaba... y entonces había que ponerse a dormir.
Dos años después, el tío Taylor llegó a mi casa en Santiago, ubicada en un pasaje de calle Gay, una de esas tantas noches frías de invierno en que solitarios vendedores recorrían las calles gritando: "Castaaañas... castaaañas calientitas". Quedaban pocas casas con luz de gas en Santiago. La nuestra era una de ella. Vi a mi tío cambiar un par de palabras amargas con mi padre en la puerta de calle, protegido del frío con una negra manta de castilla, de esas que ya casi no se ven. Yo había cumplido los nueve años.
-Ha muerto Blanquita- dijo Taylor a mi padre.
Esa fue la primera vez que vi a mi viejo llorar silenciosamente.
(En aquellos tiempos Neruda era Cónsul en España y presentaba "Los Sonetos de la Muerte" de Quevedo).
Cuando la adolescencia pintaba un bigote de pelusas bajo mi nariz, el tío Taylor nos visitaba de vez en cuando, cogía el violín de mi padre y pasaba largo rato tratando de arrancarle melodías. Yo me reía de sus esfuerzos. Llegaba entonces a casa con unas tremendas colizas de pan delatando su oficio panadero.
La última vez que lo vi, él ya era un hombre viejo. No me reconoció, o no quiso hacerlo, mas la imagen del joven que trataba de tocar el violín, entre risas e ilusiones, nunca se ha borrado de mi mente y es esa imagen con la que prefiero recordarlo. La vida lo había marcado duramente.
¡Qué viajero era el abuelo Wilson!: Temuco, Pucón, Padre Las Casas, Santiago, Nos..., etc. Siempre cambiando de rumbo y de trabajo, con su taller a cuestas... Herrero, mecánico, soldado y hasta se las daba de inventor. Una vez le escribió a Henry Ford sugiriéndole que si a los aviones les colocasen una hélice arriba, éstos podrían ascender en forma vertical.
"Envíe planos" -le contestaron.
¡Qué planos iba a enviar el abuelo si sólo sabía trabajar con sus manos!
A mí me enseñó a leer. Cinco centavos por la lección el OJO y diez por la MANO. Así, de cinco en diez, la suma iba subiendo hasta alcanzar cifras que eran para mí deslumbrantes. ¡Ah, Silabario Matte, cuántas ilusiones me diste! Nunca me sentí tan cerca de llegar a ser millonario.
Mi abuelo no era querido. Tenía fama de tirano temible, pero no conmigo.
En su época de soldado, se mandó a hacer un uniforme con el mejor paño (aquel que usaban los oficiales) y se las ingenió para usar una espada o sable (¡qué se yo!) que estaba reservada para los de mayor jerarquía. Por supuesto que no le gustó lo que le dijeron sus superiores. Lo castigaron y le dieron de baja. El caballero se había permitido vestirse como oficial.
En fin. Los recuerdos se esfuman en el ayer. A veces me pregunto si Neruda tendría presente a su amor casi infantil. Pienso que sí, o ¡quilosá! (¡quién lo sabe!): "...y a lo lejos, campanas, canciones, penas, ansias,/ vírgenes que tenían tan dulces las pupilas...".
¿Quién olvida al inocente primer amor? "Los primeros amores, los purísimos, se desarrollaron en cartas enviadas a Blanca Wilson" (Pablo Neruda).