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  Guillermo Blanco - cuento
 


GUILLERMO BLANCO – Texto escogido

  

TRÍPTICO DEL AFUERINO
 
1. Hambre (fragmentos)
 
 
EL AFUERINO miró con simpatía el caprichoso desparramo de pueblo que se acurrucaba a sus pies: casas construidas esquivando las colinas o aferradas a sus lomajes, unos sauces donde quisieron crecer sauces, eucaliptos donde les dio la gana de asomar a los eucaliptos, tal o cual álamo en los lugares en que los álamos se les antojó parar el dedo contra el cielo. Y muros de adobe con carcoma de tiempo, de lluvia, de chiquillos jodidos. Ventanas dormilonas, vueltas a la amable monotonía de las calles cubiertas de polvo. Tejas. Tejas viejas, añejas, pellejas.
     Una iglesia, una escuela, un almacén. Y el estero infaltable, con su infaltable, increíble puente de troncos. Hasta un remedo de plaza, tan cansada y tan noble y tan llena de paz como el resto. Y cerros, por todos lados.
     Comenzó el hombre a marchar camino abajo, bebiendo imágenes de zarzamoras y pidenes, de gallinas, de patos, de quietas aguas estancadas. Y luego de niños curiosos, de mujeres esquivas, de hombres impasibles. Algún perro salió a ladrarle y su ladrido se tornó sonrisa del rabo al acercarse a la cordialidad del forastero.
     Era pequeño el pueblo. Entrando en él, ese rostro de universalidad vernácula que mostraba a primera vista cobraba carácter. Se individualizaba. Cada casa adquiría rasgos propios y dejaba de ser la casa lugareña. La iglesia era esta iglesia, con su campa­nario torcido y su cristo sin color, más víctima del sol y las tormentas que de los sayones evangélicos. y la escuela. ¿Qué otra tenía en la puerta esta mal trazada y peor borrada caricatura, bajo la cual se leía -con las eses al revés, naturalmente- "el señor escovedo"?
     Sonrió el afuerino, imaginando la ira del señor Escobedo, y sus vanos esfuerzos por raspar la hurla indeleble. Sería el maestro. Porque aquí no podía haber alcalde. Y de dónde sacar más señores, en un radio tan menudo.
     Un segundo perro se aproximó al visitante, a la disimulada. Tenía ojos buenos y una chasca invero­símil. El hombre le mostraba la mano para que se la oliera: somos amigos. Lo acarició de a poco. Recelaba el animal, sin querer. Quería ser amigo, y al fin, entregándose, refregó su mugre contra el polvo que cubría los pantalones del afuerino, Somos amigos.
     Lo siguió.
     Era alto el afuerino, y muy delgado. Su paso, a medida que se adentraba por la calleja, perdía firmeza sutilmente, como si lo cogiera una extraña suerte de ebriedad. En dos o tres ocasiones se detuvo, fingiendo que miraba este rasguño de muro, ese eucalipto, aquella puerta. A cada minuto, su rostro parecía tornarse más, más pálido, y su respiración más trabajosa.
     Una gallina que lo vio venir cloqueó su espanto, cual si la presencia del forastero obedeciese al propósito exclusivo de agredirla. Huyó a perderse, profiriendo quizás qué pelambres y meneando la cabeza de izquierda a derecha, para grabarse en ambos ojos la estampa amenazadora.
     El crujir de una carreta y el silbido del carretero irrumpieron, con mezcla de añosa fatiga y alegría, en la tranquilidad de la hora. (...)
     El perro se había quedado enredado en algún poste, y pareció que ya no iba a seguirlo. El conti­nuó andando, vacilante. Llegó a la plaza, árida de polvo y hierbas secas; pero curiosamente acogedora: sombra de eucaliptos y maitenes, y una acequia (...)
     Se sentó en el suelo -no había escaños- y apoyó, lento, casi fruicioso, la espalda contra un tronco. Una como niebla rara le emborronó las imágenes, que daban vueltas ebrias en su retina. El tiempo se le arremansó adentro. Cerró los ojos, un segundo, una hora, dos. ¿Cuántas horas? ¿Cuánto rato? El hambre turbaba su semisueño. (...)
     Junto a él, el perro se había echado y dormitaba, como si eso fuera lo natural. Como si no hubiera nacido para otra cosa que para adoptar a un hombre, ahijarlo y vigilar a su lado. Una neblina distinta le cubrió las pupilas.
     -Vamos- se dijo, y le extrañó que el llamado interno emergiera con voz.
     El animal respondió en el acto, irguiendo las orejas.
     Levantóse el afuerino con esfuerzo. Había empe­zado a oscurecer. (...)
     Echó a andar para cualquier lado, y le sorprendió ver que lograba hacerlo con cierta dignidad. No había nada. Las casas, que al llegar se vieran tan inocentes, tan niñas, tan inofensivamente típicas, semejaban haber cobrado una adustez poco menos que hostil. Puertas herméticas, ventanas herméticas, muros, muros, muros. Se detuvo. Torció por una esquina, y allá, a una interminable cuadra de distan­cia, divisó la sonrisa de una luz que se encendía.
     Fue acercándose. Oyó voces. Alguien pedía una caña. Sería la cantina. En fin.
(...) Por hacer algo, acarició la chasca del perro, cual si dijera: Tengo amigos: soy. Dos hombres bebían, sentados a una mesa. El cantinero fingió afanarse con vasos y botellas, y le observaba de reojo. Una muchacha apareció por la puerta del fondo: primer rostro abierto, sin postigos de recelo. La encontró hermosa, aunque tal vez no fuera hermosa.
    -¿Qué se le ofrece? -preguntó, acercándose.
    El afuerino buscó apoyo en el mesón. Llegaba un olorcito grato de asado, que le hirió las entrañas.
    (...)
    -Quisiera algo de comer.
    -Sí. ¿Se sienta?
    -Gracias... Eh...
    La mirada de la muchacha lo alentaba.
    -No tengo plata -explicó-. Le pagaría mañana.
    La vio turbarse.
   -Vaya trabajar con don Viterbo -añadió, doliéndole el ruego que había en su tono.
    De nuevo las cosas se le nublaron ante la vista, y sintió que se iba, se iba. (...)
    -Un momentito -la oyó murmurar, al cabo de algunos instantes.
    Y fue, rápida al extremo del mesón donde el cantinero continuaba puliendo vasos hasta lo invero­símil. El afuerino escuchó el diálogo desde una distancia sin medida.
    -Quiere algo de comer.
    -Claro. Y anda sin plata.
    -Sí.
    -Que coma en otra parte.
    -¿Quién le va a fiar?
    -Qué sé yo, puh.
    -Dice que paga mañana. Está trabajando donde Viterbo.
    -Eso era: mañana.
    -Está muerto de hambre el pobre.
    El pobre. La palabra fue un fustazo. -¿Y si no paga?
    -Pago yo. Va a pagar.
    -¿Pagah tú?
    -Sí. Pero va a pagar.
    -Bueno. Dale algo.
   (...) la muchacha fue al interior y regresó con un plato de asado, humeante. No le había preguntado qué quería: a buen hambre...
    -Servido -dijo.
    El afuerino no respondió. Había cerrado los ojos nuevamente, y su cara, intensamente pálida, se apretaba como un puño.
     -Gracias -articuló.
     Pero ella supo que no había terminado la frase. Tal vez pediría algo más.
    -Gracias -repitió el forastero abriendo los ojos, cual si ya hubiera encontrado fuerzas para observar la comida.
     Miró en torno. El perro husmeaba a sus pies, alzaba la cabeza, pidiendo sin pudor. El no tenía dignidad que salvar. Lento, el hombre cogió el plato y lo depositó en el suelo. Contempló cómo el animal devoraba la carne con esa naturalidad terrible y simple de los animales. No movía siquiera la cola. Lo palmoteó en el lomo cuando hubo terminado.
    -Estaba hambriento el pobre -sonrió. Cargaba el acento en "pobre". En seguida: -Mañana sin falta le pago.
    Y se puso de pie. Se veía más alto que al entrar. Y salió con increíble aplomo hacia la calle, que estaba oscura ya.
         


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* "Tríptico del afuerino", incluido en Cuero de diablo (Cuentos), Ed. Zig-Zag
  

* Publicados en Revista Literaria Rayentru Nº11 – octubre de 1996

 

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