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  Francois Rabelais
 

 
FRANCOIS RABELAIS, genio y figura del Papa Estercolero

Por
Juan Ignacio Iturria

  
¿Quién fue Francois Rabe­lais?: Voltaire afirmó que fue un genio, Montaigne lo definió como “un simple autor cómico”. Ambos están equivocados y ambos tienen la razón: Un autor meramente gracioso puede ser un auténtico genio.
      Porque Rabelais es el gran papa Francois oficiando el pavi­mento de la cultura popular de todos los tiempos. Sentado en su santo retrete, nuestro autor canta con el rebuzno gregoriano la bendi­ción que habrá de derramar sobre las cabezas de los gigantes más famosos de la literatura francesa: Gargantúa y Pantagruel.
      Don Pablo de Rokha se en­cuentra con Rabelais en la posada de don Lucho Contardo y lo llama “El amigo Rabelais” ¿Por qué tanta intimidad? Porque los rebuznos todopoderosos del pontífice Fran­cois llegaron a nuestros oídos re­verberando como vino fresco desde nuestro continente. O sea, Rabelais concibió a Gargantúa y Pantagruel, Gargantúa y Pantagruel concibie­ron la literatura del carnaval y la literatura del carnaval haría salir a la luz el colosal himen que abrirá la cortina patafísica de Alfred Jarry. Entonces, la patafísica acunará en sus brazos ilógicos a la geometría sagrada que engendrará el surrea­lismo y las demás vanguardias.
      ¿Cómo escribía Rabelais? El pontífice de las borracheras y los burdeles conventuales no escribía, sino traducía el grito del vendedor de salchichas a la más alta y poli- romada misa de acción de gracias: la misa popular del estómago satis­fecho por la fiesta antes de cua­resma.
      Y tal estómago, el estómago popular y contento de los vagabun­dos, bendice con los vómitos baila­rines del sacerdote que duerme la resaca con la feligresa más gorda y piadosa de toda Francia, es el estilo literario y santamente grotesco de su excelsa santidad Francois Pri­mero. El estilo idéntico al saltare­llo milagroso que hace caminar a los cojos de entendimiento, y da tanta vista a los ciegos, que sus ojos se convierten en burdeles rellenos de salchichas cantando el glorioso aleluya de los falsos que se convierten en catedrales para salvaguardar la fe alcohólica del juglar del pueblo.
      Sumo hierofante y cabalista de la quintaesencia del lenguaje, Ra­belias transforma con su alquimia verbal, el zurullo en castillo y el sombrero en limpiacu­los. No para insultar lo que tenemos arriba, sino para que lo de abajo se enaltezca y se convierta en el “Rey por un día” que las buenas fiestas de disfraces acostumbran designar para delicia del espectador que se sabe majestad del mundo etnológico cuando las damajuanas cobran su impuesto sobre el cerebro y testículos del parrandero y santificado por su propia orina.
      Pero no confundamos la litera­tura de nuestro papa con la litera­tura tabernaria o prostibularia. El quintaesenciado y excelso pontífice nos brinda la alegría de descubrir en nosotros mismos nuestro lado frívolo, nuestro lado amablemente borrachuzo que nos invita a disfra­zarnos ante nuestros hijos para que los mocosos crean realmente que está realmente luchando contra un monstruo o un indio. Todos debi­éramos sumergirnos unas tres veces al día en el prostíbulo de nuestra ociosidad, para que grandes barri­cas de sueños destilados hagan salir por nuestras orejas a aquel niño gigantesco que conmemoró su insólito nacimiento con la arenga salvadora: “A beber, a beber”.
      Te mereces todos nuestros olvidos, maestro Rabelais. Porque solamente los clásicos de toda la vida son los olvidados de la lista de libros colegiales. Pero, jamás nunca se diga que el maravilloso discurso del carnaval no lo inauguraste tú con tus gigantes. Hasta el nunca bien ponderado José Donoso debe algo de su mejor producción a los sinvergüenzas que volvían de tu infierno en medio del pedo más estruendoso que hayan podido soportar las páginas de nuestros archivos vitivinícolas y literarios.
            A tu salud por siempre, divino franciscano genital, patrón de todos los borrachuzos felices, y protector de toda fiesta de antifaces.


FRANCOIS RABELAIS (1494-1553), genial escritor francés, autor de la celebérrima (aunque inestimable) Gargantúa y Pantagruel. Una de las mayores joyas de la literatura francesa y universal. Su estilo dio lugar a la creación de un nuevo tipo de crítica literaria: el discurso carnavalesco.

* Publicado en Revista Rayentru Nº21 - verano de 2001

 
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